CUARTA PARTE
Este poderoso demonio tomó un crucifijo que algún día su abuelita le había regalado y sin piedad lo incrustó en su vientre, causándole una grave hemorragia que le hizo perder el conocimiento, que no recuperó sino hasta ese día. Pasó un mes. En el hospital lo habían dado de alta, por lo cual retornó a su casa. Allí solamente respondía a nuestros llamados una contestadora electrónica. Dejamos varios mensajes y perdimos contacto con él.
Este caso era uno de los que me quitaba el sueño. Pensando en el joven y en la posibilidad de ayudar a que saliera de tan espantosa situación, crucé la frontera para dirigirme a su casa, situada en una zona lujosa cercana a Los Ángeles, California. Me costó trabajo, pero logré localizar la calle donde se ubicaba el domicilio. Detuve mi coche y me dirigí a unos muchachos que se encontraban en un vehículo por allí estacionado. Les pregunté si conocían a Josué y uno de ellos, serio y extrañado, me preguntó en inglés:
—¿Es usted policía?
—No.
—Entonces aléjese de aquí. Ellos son gente mala.
Y sin decir nada más cerró la ventanilla y el vehículo arrancó. Quedé sorprendido por lo que me había dicho aquel joven y localicé el número de la casa. Tenía al frente un jardín grande y arreglado y la reja estaba abierta. Entré y llegué a la puerta principal. Era una casa lujosa, pero de construcción extraña, que se diferenciaba del estilo de las demás. Era como una vieja casona europea del siglo pasado, con grandes puertas y amplios ventanales. Toqué la puerta y salió un hombre alto, delgado, de tez blanca. Parecía sajón, muy pálido y con una mirada extraña, y cargaba un gato negro. Detrás de él se distinguía una sala enorme, pero en gran desorden y con un olor como a excremento. Se me quedó viendo como preguntándome qué quería.
—Buenos días. ¿Habla español?
No me respondió con palabras. Sólo meneó la cabeza e indicó que sí. Un escalofrió recorrió mi cuerpo.
—Mire usted, ando en busca de un joven de nombre Josué —y expliqué brevemente que había hablado con él y me encontraba preocupado por su estado—. ¿Se encuentra él?
Nuevamente, el pálido sólo movió la cabeza para indicarme que no y cerró la puerta en mi nariz. Subí al vehículo que había rentado y me retiré, pensando en lo extraño de todo este caso. Dos días más tarde volví a México. Pasaron quince días y recibí una llamada de Josué a eso de las tres de la tarde. Me dijo que se encontraba mejor y estaba recibiendo ayuda espiritual en una iglesia que le recomendó el pastor Guazo. No había vuelto a su casa porque le habían permitido quedarse en las instalaciones adjuntas al templo. Le platiqué a Josué que estábamos preocupados y lo había ido a buscar a su casa y me contestó:
—No puede ser, mi casa está abandonada. Yo no quise regresar por miedo a otro ataque y mis empleados se fueron porque los asustaban mucho.
Consideré la posibilidad de haberme equivocado, pero al mencionar las características de la finca, todas coincidían. No me había equivocado. Hoy, Josué se encuentra en un monasterio, donde recibe ayuda espiritual y psicológica. No tiene permitido hablar del tema porque según los médicos que lo atienden esto retrasaría su recuperación. Espiritualmente evoluciona con la energía que le proporciona su arrepentimiento y su reencuentro con Dios. Ojalá que la próxima vez que hablé con Josué sea para que nos dé la noticia de que esa infernal pesadilla ha quedado en el pasado. Sólo una cuestión me quedó por aclarar. ¿Quién me abrió la puerta de esa mansión tan llena de maldad, la casona de Josué? ¿Usted se lo imagina? Ese recuerdo lo he dejado donde debe estar: en el olvido.
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